domingo, 3 de octubre de 2010

ECUADOR: LAS MISMAS CAUSAS Y OTRAS LECCIONES

Jorge Gómez Barata
El extravagante intento de Golpe de Estado en Ecuador es el primero entre los cientos que han tenido lugar en América Latina protagonizado por la policía. Sólo falta que en algún lugar lo intenten los bomberos. Lo trágico de la abortada asonada radica en que, al margen de excentricidades y de factores concurrentes, no se trata de una excepción, sino de una regularidad, no de un fenómeno coyuntural, sino estructural.
No hay en América Latina ningún líder por honrado, carismático o progresista que sea ni procesos políticos, incluso aquellos que por avanzados y justos disfrutan de estabilidad y cuentan con respaldo popular mayoritario, que estén a salvo de los excesos, los desmanes y la violencia proveniente de los poderes facticos y de donde menos cabria esperar: de las instituciones nacionales encargadas de preservar el ritmo institucional, hacer que se cumplan las leyes, se respete la voluntad popular y se mantenga el orden.
En muchos países, todavía los parlamentos son guaridas de camarillas corruptas, se practican abiertamente fraudes electorales, el ejército, el clero y los embajadores extranjeros se entrometan en la política y los medios privados sobrepasan su papel de información y propaganda para asumir un exagerado protagonismo político. Tales anomalías son expresiones del subdesarrollo y de profundas deformaciones estructurales.
Lo que como un mal endémico caracteriza la política latinoamericana es la debilidad y la irrelevancia de las instituciones civiles, especialmente de los poderes del Estado, cuya fragilidad las hace vulnerables y susceptibles de ser instrumentalizadas por demagogos, arribistas y conspiradores que, en unas y otras coyunturas, obedeciendo a fuerzas políticas internas o externas, tratan de apoderarse del poder por medios ilegales y violentos.
Las anomalías congénitas de los sistemas políticos, comunes a todas las repúblicas latinoamericanas, se originan por secuelas de siglos de conquista, colonización y dominación de las metrópolis; incluso en cierta medida emanan del carácter de las luchas por la independencia, guerras que a veces sirvieron de crisol donde, como fenómenos teratogénicos, se forjaron las élites pero también las satrapías criollas, las oligarquías, los caudillos y sus antediluvianas concepciones sobre el poder.
Aquellos y otros elementos, aliándose al capital extranjero, se apoderaron de las repúblicas como un botín y edificaron primitivas estructuras políticas que, en lugar de servir al desarrollo nacional, trabajaron en su propio beneficio.
Las desmesuradamente grandes, engreídas y políticamente protagónicas instituciones armadas y de seguridad características de Latinoamérica son parte del mismo sistema que generó las oligarquía nativas, excluyó a las mayorías populares, apartó como material de descarte a los pueblos originarios y es refractaria al Estado de Derecho y a la democracia.
Lo verdaderamente trágico de esas deformaciones y lo que impide que el progreso y el desarrollo político enderece las desviaciones y permita el funcionamiento razonablemente eficaz de las instituciones republicanas y la instalación de verdaderos estados de derecho, es que esos vicios parecen haberse integrados al ADN hasta formar parte de una cultura política que afecta a todos los actores políticos, infiltrándose incluso en la izquierda, que en ocasiones, extemporáneamente asume como opción métodos que debiera contribuir a erradicar.
Doscientos años después no hay ningún país latinoamericano que por razones circunstanciales, por enfoques partidistas o por influencias de liderazgos, no haya elaborado varias constituciones, cambiado una y otra vez las leyes electorales, derrocado gobiernos, disuelto parlamentos y anulado elecciones para regresar siempre a un punto en el cual todo está por hacer y hay incluso que refundar países. .
Las repúblicas latinoamericanas tienen como asignaturas pendientes una verdadera y profunda educación jurídica ciudadana, que permita a las masas y a los pueblos, dejar atrás el primitivismo, actuar siempre y no sólo a veces conforme a Derecho, aprender a usar el voto y otorgar la cuota de poder que corresponde a cada ciudadano a quien tenga meritos legítimos y no a cualquier demagogo.
De la experiencia histórica y de los hechos recientes, en varios países latinoamericanos resulta la certeza de que un cometido esencial de los procesos de cambio actualmente en marcha en América Latina y que afrontan tareas tan urgentes como son la lucha contra la pobreza y la exclusión, por el progreso, el desarrollo y la genuina independencia, es perfeccionar, sin improvisaciones ni experimentos, los modelos políticos democráticos y consolidar sistemas políticos modernos y viables.
Tal vez se trate de otra paradoja pero de hecho, entre las tareas más revolucionarias del momento en América Latina, figuran las de reforzar la institucionalidad, consolidar el Estado de Derecho, estabilizar el funcionamiento del sistema político y hacer irreversible los avances logrados, abandonando de una vez por todas la sensación de provisionalidad con que funcionan las instituciones estatales.
No se trata sólo de implantar la justicia social y lograr mayor equidad en la distribución de la riqueza común, de por si tareas inmensas, ni de conformarse con hacer posible que los procesos avanzados y sus líderes sobrevivan una temporada con la expectativa de que, cumplido un ciclo se retrocederá una vez más para luego volver a comenzar, sino que de consolidar lo alcanzado, romper el círculo vicioso, cesar la noria salvaje y hacer irreversibles los avances.
Me parece percibir esos matices en la amargura del presidente Correa. Tal vez el enfoque de la Revolución Ciudadana, ahora legitimado por sus más primitivos y enconados enemigos, sea una buena opción. Allá nos vemos.

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