Jorge Gomez Barata
Se necesita ser tarado para tratar de hacer creer que policías de menor rango, educados en la obediencia y en el temor a la superioridad, se aventuren a secuestrar y disparar sobre el presidente de la República por migajas gremiales. Desde que en 1973 Pinochet lanzó aviones, tanques e infantería contra el palacio de La Moneda para liquidar el gobierno de Salvador Allende, no se recuerda brutalidad semejante a la ejercida contra Rafael Correa.
Los policías no usaron tanques y aviones porque no los tenían y, tanto Lucio Gutiérrez como otros implicados se preservaron excesivamente, estuvieron demasiado lejos de las balas y carecieron del valor, la determinación y la inteligencia que demostró el presidente Correa que no sólo estaba en el lugar adecuado y en el momento correcto, sino que uso magistralmente los recursos de telefonía, radio y televisión que estuvieron a su alcance.
Al revés de lo que sugieren expertos interesados en manipular los hechos para confundir, desviar el curso de los análisis y condicionar las investigaciones que deberán establecer las responsabilidades y las ramificaciones de la intentona, la presencia del presidente, en el regimiento policiaco, tomó por sorpresa a los golpistas y fue la acción decisiva para paralizar la asonada. La idea de que de no haber estado allí, nada hubiera ocurrido es una especulación peregrina y falta de toda lógica.
Lo que parece haber ocurrido es que al personarse en el lugar más caliente y centro de la sublevación, en momentos en que el motín se gestaba y los cabecillas no habían juntado todas las fuerzas ni distribuido las misiones, abortó la asonada. Asumiendo los mayores riesgos, con serenidad, sin armas y acompañado exclusivamente por su reducida escolta personal, Correa paralizó una maniobra de gran envergadura.
Desconcertado por una actitud que no esperaban y en un lugar que no habían calculado, los golpistas que habían iniciado una acción plagada de chapucerías y con evidentes errores de cálculo, se vieron obligados a improvisar, a agredir frente a las cámaras al mandatario y, para ganar tiempo, lo recluirlo en un hospital donde lo retuvieron y los presionaron sin éxito.
Los intentos por enderezar la asonada que, no obstante haber sido abortada en fase temprana incluyó la toma y cierre del aeropuerto de la capital, la ocupación del parlamento y la toma de posiciones para neutralizar la movilización popular, fracasaron porque quedaron cabos sueltos que permitieron mantener en el aire la radio y la televisión públicas y operar a TELESUR cuyos trabajadores se mostraron a gran altura profesional y política.
El hecho de que exhibiendo una gran determinación el presidente no perdiera un segundo y sin reponerse de los efectos de los gases usados contra él y haciendo caso omiso de su pierna enferma, usando el teléfono móvil se dirigiera al país y al mundo a través de la radio y la televisión permitió la activación de la opinión pública nacional, la movilización de los pobladores de Quito y Guayaquil; así como la rápida y enérgica respuesta de los mandatarios latinoamericanos.
Las palmas para Cristina Kirchner, Hugo Chávez, Evo Morales, Lula, Lugo, Sebastián Piñera, Santos, otros presidentes y gobiernos de América Latina, incluyendo a la propia OEA, así como a personalidades públicas que como Fidel Castro maniobraron rápida y eficazmente y utilizaron su ascendencia en la opinión pública mundial para contribuir a paralizar a los golpistas que, antes de que la Clinton y Obama clavaran el último clavo a su ataúd, estaban derrotados.
Una vez más, en el poco tiempo que lleva de creada se ha justificado con creces la existencia de UNASUR a la que los presidentes latinoamericanos, incluyendo al propio Correa, le han impreso un estilo dinámico, ejecutivo y valiente que, aprovechando la cercanía geográfica es capaz de movilizar en horas a los presidentes de la región que personalmente acuden para acordar y poner en marcha medidas eficaces.
En otros tiempos la OEA hubiera llamado a la calma, habría especulado acerca de una acción interamericana, seguramente convocaría para días después a los cancilleres dando tiempo a los golpistas; otros pedirían cordura al presidente para evitar derramamientos de sangre y seguramente no faltarían las ofertas de asilo político.
Naturalmente queda mucho trabajo por hacer para de modo concertado y movilizando el talento y la experiencia acumulado por los procesos avanzados en Sudamérica, fortalecer las instituciones civiles, crear mecanismos que hagan imposible los golpes de estado y las sublevaciones contra gobiernos legítimos y dotar a UNASUR de instrumentos jurídicos para proceder en tales casos.
La tarea de los movimientos avanzados en América Latina no termina con alcanzar algunas conquistas y establecer estándares de justicia social, sino que se consuma cuando esas conquistas, junto con la democracia, las libertades, los derechos humanos, los procesos electorales y otras se hagan irreversibles.
Naturalmente que en Ecuador y en todas partes, la reacción y sus operadores políticos desearán no tener que acudir al golpe de estado y mucho menos al magnicidio, sino que preferían que los presidentes cedieran, se dejara tramitar y se sometieran.
No se puede dar a la derecha, a la oligarquía y a la reacción pro imperialista la oportunidad de retirarse a los “cuarteles de invierno”, agazaparse y reforzarse esperando cuatro, seis u ocho años, cuando desgastados por la hostilidad, soportando las campañas mediáticas de descredito y por los esfuerzos realizados, los líderes populares se exponen en elecciones; tampoco se puede conferir a los ejércitos meritos que no tienen ni merecen.
Consolidar cada conquista y hacerla jurídica e institucionalmente irreversible es una tarea de primer orden.
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