Por Jorge Gómez Barata
Si Estados Unidos cediera a la tentación de atacar a Libia sería la cuarta vez que lo hace en 200 años. Las anteriores fueron en 1805 y en 1815, cuando el Congreso declaró la Guerra contra la Piratería Berberisca con bases en Argelia, Tunez y Tripolitania. Aquellas acciones marcaron el debut internacional de la Armada y de los Marines y también la única ocasión que el legislativo norteamericano aprobó la guerra contra una entidad no estatal. En 1986, bajo la administración Reagan, la aviación norteamericana bombardeó objetivos en Libia, incluyendo la residencia del presidente al-Gaddafi donde resultó muerta una de sus hijas.
Aunque siempre que Estados Unidos se involucra en algún conflicto militar se reabre el debate respecto a las facultades para declarar la guerra, nunca se logró precisión al respecto. Según el Artículo I, Sección VIII de la Constitución norteamericana: “El Congreso tendrá facultad para declarar la guerra…”; sin embargo, el texto no limita expresamente la capacidad del presidente ni establece el procedimiento que debe seguirse y, tal vez porque se considera obvio, nunca se ha definido que es para Estados Unidos una “guerra”.
Debido a tal ambigüedad, si bien en toda su historia los Estados Unidos han participado en más de 200 conflictos militares, el Congreso sólo ha declarado formalmente la guerra en cinco oportunidades. En 1812, contra el Imperio Británico, en 1846 frente a México y en 1898 con España. En 1917 Woodrow Wilson solicitó autorización para involucrarse en la Primera Guerra Mundial y el 8 de diciembre de 1941, un día después del ataque a Pearl Harbor, tras la dramática solicitud de Franklin D. Roosevelt, se declaró la guerra a Japón.
La diversidad de interpretaciones surgen de la escueta referencia en la Constitución a la atribución del Congreso y del Artículo II, Sección II donde se establece que: “El presidente será jefe supremo del ejército y de la armada de los Estados Unidos…”.
Ese precepto que obliga al mandatario, a la vez le otorga facultades extraordinariamente amplias, ha sido tradicionalmente interpretado de modo liberal por lo cual, en su calidad de Comandante en Jefe, el presidente, sin consultar al Congreso puede utilizar las tropas en cualquier circunstancias o escenario en los cuales, a su juicio, peligren los intereses, la seguridad nacional de los Estados Unidos o de cualesquiera de sus ciudadanos; la atribución incluye apretar el botón nuclear.
Varios presidentes norteamericanos han utilizado tales facultades como pretexto para acciones internacionales punitivas y otros han abusado de ellas para mezclar a Estados Unidos en operaciones militares, involucrarlo en grandes guerras, incurrir en actos de agresión y ocupar países. Entre las más escandalosas de esas licencias figuran las asumidas por Truman durante la Guerra de Corea, Johnson y Nixon en las de Vietnam y George W. Bush en Irak y Afganistán.
Entre las controversias constitucionales figura el hecho contradictorio de que el Congreso autoriza movilizaciones y asigna fondos para guerras que no ha declarado; también se resalta que, de acuerdo con el texto, Estados Unidos puede declarar la guerra a entes no estatales. Como mismo ocurrió con la piratería berebere, puede hacerlo frente a una entelequia como “el terrorismo internacional” o Al-Qaeda e hipotéticamente contra una persona que puede ser Ahmed ben-Laden o Muammar al-Gaddafi.
Paradójicamente, la más larga de las guerras libradas por los Estados Unidos, que fue la sostenida contra la Nación Apache durante 46 años (1840-1886), raras veces se menciona y el conflicto militar más cruento para el pueblo norteamericano, la Guerra Civil que duró cinco años y ocasionó más de 600 000 muertos, no requirió aprobación congresional ni consta en los registro por no haberse librado contra un Estado extranjero. Técnicamente la Guerra de Corea no fue una guerra norteamericana sino un conflicto en el que Estados Unidos intervino como parte de las tropas de la ONU.
Aunque no se puede culpar de ello a los redactores de la Constitución, en virtud del perfil imperialista y la condición de líder mundial que Estados Unidos se ha otorgado a sí mismo, su presidente ha sido dotado de un poder desmesurado. El ejército norteamericano con más de un millón de efectivos es el único en el mundo que cuenta con comandos por áreas geográficas que cubren todo el planeta, cientos de bases militares y una armada de más de 1500 buques, entre ellos 12 portaaviones y más de 50 submarinos con presencia en todos los océanos y mares del mundo, a lo cual se añade un descomunal poderío nuclear.
Debido al curso de los procesos históricos en los últimos cien años en los cuales Estados Unidos acumuló un potencial económico y un poderío militar que supera al de todos los demás países juntos, a la vocación imperialista de sus gobernantes y al perfil ideológico del pueblo estadounidense, la guerra es un elemento que acompaña la historia norteamericana y la ejecutoria de sus líderes que acuden a ella con extraordinaria frecuencia y con peregrinas justificaciones.
Estado Unidos, ganador en la Primera y Segunda Guerra Mundial y que exhibió en Hiroshima y Nagasaki sus músculos atómicos, no tuvo reparos para desembarcar la 101 División en Santo Domingo, cargar contra la minúscula Granada e invadir Panamá, donde en ningún caso había ejércitos que derrotar; tal vez se prepara ahora para operar contra Libia cuando es evidente que los nacionales de allí no los necesitan para dirimir sus asuntos. Ojalá esta vez haya una oportunidad para los pueblos árabes y musulmanes.
Según Obama e Hillary Clinton, todas las opciones están abiertas; mientras para algunos analistas ocurre exactamente lo contrario: todas parecen estar cerradas, excepto la de la guerra. Ojalá haya un chance para la paz.
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