Por: VÍCTOR MANUEL GONZÁLEZ ALBEAR (redaccion@bohemia.co.cu)
Hasta no hace mucho, en mi semibucólica barriada capitalina predominaban el piar de los gorriones, el zurear de las palomas y, de vez en cuando, algún rugido desde el cercano Zoológico de 26, o el vocerío juvenil pateando o manoteando una pelota según el mundial de turno. Es verdad que también, apenas sin ruido, tocaban a las puertas, o casi susurraban bajo los balcones, vendedores furtivos de casi todo lo humano y divino.
Pero —sin duda, para bien— se revitalizó y amplió el trabajo por cuenta propia, y con él regresan, a todo pulmón o a media voz, los más o menos melódicos, o simplemente gritados pregones.
“Nooo diii-gas que no me oííís-te…Nooo diii-gas que no me viiisss-te… ¡Que-aquí-estoy! ¡Calientiii-cos y ricos los tamales!”. ¡“Pásss-telero!... De guayaba y coco los paaasss-teles”. “Biiiz-cochos…”
Aún no se escucha, al menos en mi barrio, nada ni parecido a la antológica tonada de El manisero, inmortalizada en la mundialmente famosa pieza de Moisés Simons y en la voz de Rita Montaner, o que traiga a la memoria la sabrosura de Las frutas del caney, o el pegajoso vademécum curalotodo de El yerberito… Pero entre las armónicas de los amoladores de cuchillos y tijeras y las ya casi incontables propuestas de ventas y compras de infinidad de cosas, anunciadas a voz en cuello, con ínfulas de barítono o soprano, o en retintines y sonsonetes a la sordina, a veces de fraseo ininteligible, o a tal velocidad que cuando el interesado trata de asomarse ya el inexperto pregonero va doblando la esquina… lo cierto es que el pregón está de nuevo entre nosotros, ojalá que sin llegar a convertirse en otra lamentable contaminación ambiental, sino al contrario:
“¡Laas cre-mi-tas de leche!”. “Eees-cobas, haaa-raganes, paaa-los de trapear, reee-cogedores, aaa-romatizantes…” “¡Compro las botellas! Booo-te-lleee-ro”. “¡Paletica'e-chocolate”! “Se re-lle-nan-y-fo-rran-col-cho-nes…”. “¡Cooompro libros!”…
Estos bisoños comerciantes callejeros —aunque para algunos, maestros del oficio, lo único novedoso es la sana legalidad de ejercerlo—, pueden ser personas que al fin se decidieron por hacer algo útil, o que procuran buscar ingresos adicionales a un salario insuficiente, o que tal vez abandonaron nóminas estatales en tiempos de ajustar plantillas, y prueban suerte en la ahora justamente evaluada empresa del cuentapropismo.
“Arreeeglo cociiinas…”. “¡'ló-res: aaazucenas, glaaadiolos, eeextrañarosa, giiirasoles… ¡'ló-rero!”...
Algunos jamás imaginaron que alzarían la voz en la vía pública, y aún se les nota apocamiento. A otros, y otras, parece entusiasmarles la aventura de dar rienda suelta al ingenio, el gracejo, la metáfora y la magia de aliento cultural, que quizás vuelva a inspirar temas musicales exitosos, que recreen el voceo de estos modernos vendedores populares:
“¡El pí-ruli!...” “¡Me-reeen-guiii-tos!”… “Ma-ní garap-piñado...”…
Tengo un vecino y amigo manisero. Pese a la cautela obligada cuando no le otorgaban la licencia solicitada, pasó más de un susto en los trajines de la faena. Tan pronto se abrió esta legítima alternativa de empleo, estuvo entre los primeros en obtener el permiso. Ahora procura persuadir a colegas que aún no se animan a incorporarse. Él no pregona. Solo muestra su mercancía en espacios propicios para salir cuanto antes de la pequeña carga del día y volver a casa con esos pesitos que le ayudan a llevar la vida, junto a su esposa, también colaboradora en los laboriosos preparativos del apetitoso y nutritivo bocadillo. A veces lo veo ir y venir, serio y callado, y me lo imagino entonando, bajito: “Maní… maní./ Si te quieres con el pico divertir,/ cómete un cucuruchito de maní./ Que sabrosito y que rico está/…” Tiempo al tiempo, y vivir para ver, y oír.
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